El Mar

El farallón de Sardina

Y oí morirme sin prisa,
que en la imagen de piedra dolorida
amaban juntos la gloria y el infierno.
Allí, donde amanecen los abismos,
donde la mar en sombras se desnuda
mostrando la hermosura de su cuerpo.

(Del poema “ Farallón de Sardina “)


 

 


Se remoja Gáldar en el Atlántico desde la punta de Guanarteme hasta la tranquila rada del Juncal. Una larga orilla escabrosa, cuajada de salientes puntas y calas remansadas a donde llega y se vuelve la mar a ratos brava, ya suavemente mansa, permanentemente pregonera de la vocación marinera de la que fuera hidalga Villa de los Caballeros.

Surtida despensa de una rica y variada fauna marina y ancha puerta de entrada y salida por más de cuatro siglos de las rutas que llevan y traen de todas las partes del mundo, la mar ribereña de Gáldar, sonoro poema de la toponimia popular, ocupa un aparte especial en su Historia, avalado desde épocas ancestrales por el tesoro patrimonial de los monumentos funerarios del Clavo y El Agujero, con el perdurable testimonio de Sardina y las Caletas de Arriba y Abajo, sólidos cimientos del auge económico de otros entonces y hoy apacibles rincones del ocio y el vacacional descanso veraniego.

A tiempos de muy atrás se remontan las noticias primeras sobre Sardina. Tomando su nombre, se dice, del patronímico Sardinha, perteneciente al marino portugués, en este punto de la costa desembarcado para entorpecer la conquista española de la isla, fue la playa de Sardina, hasta los años veinte de la vigésima centuria y con Las Nieves agaetera y el puerto de La Luz, el más activo enclave del litoral grancanario. Aquí arribaron embarcaciones de toda clase y pabellones con las más diversas mercancías, trocadas al regreso por los exquisitos productos de las fértiles vegas de la comarca, bajados al mismo embarcadero por el camino de “las cuatro esquinas “, en camellos y reatas, en las carretas chirriantes con yuntas. Incesante y beneficiosa actividad compartida con las Caletas, cuando el fuerte “ viento de abajo “, que dicen los marineros, hacía imposible acercarse a las orillas de Las Nieves y Sardina.

Las comunicaciones con Las Palmas a través de la red de carreteras y la proliferación de los vehículos de motor, propiciaron la decadencia de aquel próspero tráfico marítimo y la desidiosa desaparición, al correr de los años, de los muelles de Sardina y Caleta de Abajo, así como el desuso de los atracaderos de Caleta de Arriba, El Agujero y los tantos otros esparcidos por el alargado litoral, dejando solo para nostalgias y añoranzas, las entrañables viñetas de los veleros en las vísperas jacobeas, el tocar puerto de los “ correillos “, el trasiego de ilustres viajeros, civiles, eclesiásticos y militares, los viejos relatos sobre los corsarios insurgentes, las sospechosas cuarentenas de las epidemias contagiosas, el martillar de los carpinteros de ribera a la sombra de los riscos de Caleta de Arriba, y las dolidas maguas del faro perdido, de las historias de voces y aparecidos en la playa de Sardina la noche de San Juan, las faenas pescadoras del chinchorro, el sancocho familiar de los días del Pino y la Virgen de Guía en las Caletas y Bocabarranco, en Los Roques y La Furnia, la pesca con caña tomatera de lebranchos y panchonas, de viejas y sargos.

Hoy vuelve Gáldar, vestida de nuevo, a su larga orilla atlántica. Por caminos que ya no huelen a tierra ni a tarajales, donde dejaron de cantar calandrias y carretas, desnudos de andares pescadores y parranderos. Caminos detenidos en el blanco de la muralla que esconde a la mar vacía de goletas y bergantines, de pabellones de color. Donde rendidos al progreso perdieron sus nombres los charcos y el encanto de la soledad los entrañables bañaderos de antaño.